Laura Bozzo: ¡Que pase la desgraciada!


TESTIGO Y CONFIRMACIÓN

EL DÍA EXACTO EN QUE LAURA BOZZO SE GRADUÓ DE MONSTRUO DE LA COMUNICACIÓN CON LOS POBRES. AQUÍ EL TESTIMONIO DE UN TESTIGO DE EXCEPCIÓN

Escribe: Fernando Vivas

HE CALCULADO, POR PONERLE FECHA si de algo sirve, el sábado 7 de marzo de 1998 como el día en el que Laura Bozzo vendió el alma y se convirtió en un monstruo de la televisión. Por cierto, ni siquiera hay una línea sobre esto en su reciente libro. Digamos que ese día todo le salió perfecto, la parte premeditada y la que libró a la improvisación, aunque en ella es imposible determinar la cuota de lo uno y de lo otro. Su entrega fue de corazón aunque lució reticente y comedida. Ese día, estuvo divina. (Un apunte teratológico: la fiera no se agita cuando le dan rienda suelta sino, por el contrario, cuando le ponen trabas, la enjaulan o le plantean retos). La metamorfosis ocurrió en Chiclayo, en pleno fenómeno del Niño, cuando presentó en sociedad a su ONG Solidaridad Familia. La vi con mis propios ojos y por unos días me convertí en su fan.

Fue a José Francisco Crousillat, el jefe de América TV, a quien se le ocurrió la idea de llevarnos a una ciudad en emergencia. Chiclayo es la cuna de su padre José Enrique, pero esa era la coartada sentimental que apenas escondía la impúdica razón del viaje: sumergir a Laura en su primer baño de masas. Según tuvo que declarar ella en su largo proceso, José Francisco es el agente del diablo en este cuento faustiano. Sin embargo, le cuesta ponchar con el dedo a este hombre que cobró millones, entre otras cosas probadas en el juicio, por llevar gente al SIN, entre ellos a Laura, Gisela y Beto Kouri (recuerden que JFC estuvo presente con Kouri en el video que se trajo abajo a Fujimori).

Volvamos al verano del 98. El fenómeno del Niño había ensopado el Norte, la Panamericana estaba interrumpida en varios tramos, calles enteras eran un lodazal y allí mismo el dueño quería soltar a su fiera para que echara floro sobre los inundados. Baba sobre mojado. Pero antes de ejecutar su performance, la doctora tenía que sortear los sacos de arena que se apilaban en la puerta del Hotel Garza Blanca porque allí la esperábamos los periodistas desde la noche del viernes. El canal nos había subido al avión, nos había embriagado en un karaoke, nos había retrasado el desayuno, y Laura no llegaba.

La tardanza contribuyó a que todo le saliera redondo. Los creídos se demoran adrede porque quieren apropiarse de tus pensamientos, aunque sean de rencor. En el tiempo de espera les dedicas tus elucubraciones, tus fastidios, tus más idiotas asociaciones mentales. Eso los hace sentirse importantes. Imagínense mis desvaríos, yo que estaba con resaca y con gripe, cuando me enteré de la razón técnica del retraso: José Francisco había insistido en venir en su propia avioneta con Laura de copiloto y el vuelo le tomó el doble que a un avión comercial.

Por fin llegaron y Laura entró con la viada que más tarde la llevaría a la salita del SIN, a Telemundo y a Televisa. José Francisco quedó rezagado. Ella andaba a grandes trancos. Estaba eléctrica: pantalón amarillo pegado, polo ídem con rayas negras y lentes oscuros. La avispa reina. Nunca ha sido especialmente glamorosa, ni siquiera luego de los espectaculares arreglos que le hizo el cirujano Otto Cedrón, pero en su pinta había cierta deportiva elegancia que la rejuvenecía (dije que en aquel entonces estuve más cerca que nunca de ser su fan).

«Laura entró con la viada que más tarde la llevaría a la salita del SIN, a Telemundo y a Televisa. José Francisco quedó rezagado. Ella andaba a grandes trancos. Estaba eléctrica…»

La conferencia fue rápida y boba como las de todas las divas de la tele, pero antes de ponerle fin, Laura se sintió obligada a inflar las circunstancias y dijo: «Este es el día más feliz de mi vida». Nadie le hizo caso porque lo único que queríamos era que cerrara el pico y nos dejara ver de qué era capaz Crousillat. Ya pues, dejémonos de palabreo, montémonos en un bus, y vayamos a una barriada enlodada. Carne y barro. ¡Queremos fotos! ¡Con factor humano! Esos eran nuestros deseos mudos y fueron cumplidos, pero antes me tocó pasar por un bochorno. Laura bajó al llano. Al reconocerme, decidió tenerme a su lado, sin importar que los colegas se resintieran. No me desprendí de ella por un buen rato.

Lo importante es que vi su metamorfosis y ahora la puedo contar. Apenas nos apeamos del bus, la gente se arremolinó mientras caminábamos entre tablones sobre el lodo. «Laura, Laura, tienes que ayudarnos, haznos un programa», gritaban las mujeres, siempre la primera fila de la tele aún en Chiclayo, tan lejos del Estudio 4 de Barranco donde se perpetraba el talkshow. Pero no crean que Laura reaccionaba melodramática y populachera. ¡No! Muy sobria, apuntaba los reclamos en una libreta y repetía a su espontánea hinchada que ella no podía resolver sus problemas, que solo era una conductora de la televisión y que pasaría las quejas a las autoridades (en efecto, más tarde la vi leerle las notas al alcalde).

¡Oh, estuvo perfecta!, pero no se lo podía decir a una animadora de talkshow que viene a una ciudad siniestrada a lanzar una ONG asistencialista. De todos modos, algo tenía que decirle cuando volví a sentarme a su lado de vuelta en el bus. Le solté una idea que era a la vez un cumplido y una señal de peligro. Se rumoreaba que podría estar ad portas de relanzarse a la política, así que le dije: «Laura, sí te creo cuando dices que no vas a usar esto como un trampolín a la política, creo que te vas a quedar en la televisión porque aquí sí podrás hacer grandes cosas».

En nuestra última entrevista, cuando le recordé aquella época, reconoció que fue entonces cuando se dio cuenta de que lo que estaba consiguiendo en la TV valía más que una riesgosa aventura política. Pero cuando se lo dije in situ, ni frunció el ceño como dándome la razón o preguntando: «oye, ¿de qué hablas?». Apenas se inmutó. Su mirada y su convicción estaban en otro lado. Entonces no me di cuenta pero ahora estoy seguro. Laura estaba en plena transformación, tan profunda que no se le notaba en la piel. Una obsesión copaba todo lo que cabía en su pellejo, sin dejarle espacio para dudas. Iba a rayar en la tele. Nada la detendría. Ni siquiera la ética abogadil, tan enrevesada en el Perú. ¡Pero qué idiota! ¿Y si cuando, modosa y comedida, explicaba a los menesterosos que solo ellos podían aplacar sus angustias, no era por fair play sino para despistar? Quizá ya había decidido que desde su show atraparía el poder y si era posible, el rating del mundo; que los pobres son tan anónimos y desechables como sus quejas; que no les iba a resolver políticamente nada pero que ellos iban a procurarle todo. No era que el pudor la venciera y reprimiera su inclinación a la alharaca; era ella la que había vencido al pudor y lo usaba para convencerse de que era una estrella de la tele. Laura estaba quemando las naves de sus temores y sus escrúpulos, y la hoguera era tan profunda, tan íntima, que no se podía ver el fuego. El alma le ardía con ideas para próximos programas, con atisbos de su futura corte de desdentados y pegalones, pero su cuerpo lo sentí tan frío que ni siquiera transpiraba con el Niño. (Otro apunte teratológico: Hay gente freak que no suda. Fujimori no sudaba cuando le echaban encima las luces de la tele, como me contó Doris García, la productora de su programa Concertando en el Canal 7. Fidel Castro no transpiraba ni siquiera con su grueso uniforme verde, como comprobé cuando lo vi en Cuba. Rafael Trujillo, el dictador dominicano de La fiesta del Chivo tampoco sudaba según lo describe Mario Vargas Llosa).

«Laura estaba quemando las naves de sus temores y sus escrúpulos, y la hoguera era tan profunda, tan íntima, que no se podía ver el fuego»

El monstruo en trompo espiritual estaba a unos centímetros y yo ni enterado. El azar ayudó a la metamorfosis. Entró una llamada a mi celular. Ruth Lozada, la editora de las cartas de los lectores en Caretas, me pedía que la ayudara a responder a un televidente que acusaba a Laura de haber presentado el testimonio de una menor violada. Le pasé el fono a Laura. De buena gana, le explicó a Ruth que la chica tenía más de dieciocho años al ser entrevistada, que se le pidió omitir detalles crudos y que no se mostró su rostro porque «yo soy abogada, no te olvides, sé muy bien que eso es ilegal». Los próximos años se la pasaría diciendo que no sabía nada de nada. Pero sabía mucho. Llegamos de vuelta al hotel y luego, en el almuerzo, la conversación fue ligera. No le dije que ya empezaba a temer a dónde podía llevarle la viada en el canal de José Francisco. Por mi silencio en ese bus del demonio y por mi sosa crónica publicada unos días después, me corresponde al menos un par de días de los treinta y seis meses que pasó en arresto domiciliario. Esa noche, en Lima, la hoguera íntima ya se había apagado junto con sus miedos. ■

Mis monstruos favoritos, de Fernando Vivas, Editorial AGUILAR.
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