El chico maravilla de la natación peruana se rehúsa a ser un buen ejemplo deportivo y todos aplaudimos.
Escribe: José Carlos Yrigoyen
La historia que voy a contar es una que se repite todos los días en mi país. Digamos que tú eres un nadador profesional y te llamas Mauricio Fiol. Ganas una medalla de plata en los Juegos Panamericanos y, por el excelente tiempo que lograste en esa competición, clasificas instantáneamente para representar al Perú en los Juegos Olímpicos. Pero la Federación Internacional de Natación descubre que obtuviste la medalla gracias a un vil dopaje y te sanciona con una inhabilitación de cuatro años. Adiós Juegos Olímpicos. Pero tú, Fiol, lejos de reconocer tu error y hacer propósito de enmienda, la pegas de víctima y te lanzas con tu bonita familia a los medios de comunicación a porfiar en tu inocencia. Y no te tiembla la voz cuando dices que todo es injusto, ni cuando niegas en todos los idiomas lo que ha sido comprobado científicamente. Esto que haces es éticamente reprochable.
«Pero en lugar de recibir la sanción social correspondiente, y a pesar de que eres un mal ejemplo deportivo, acá, en Lima, se te premia»
Pero en lugar de recibir la sanción social correspondiente, y a pesar de que eres un mal ejemplo deportivo, acá, en Lima, se te premia. Silencio cómplice y rara solidaridad de los medios. Portadas en las revistas de estilo de vida, donde apareces, inflando el pecho, como un estandarte de la verdad. Y como cereza en la torta de este mundo al revés, ¡un canal de televisión te invita a comentar en vivo las Olimpiadas!, ¡las mismas a las que no te permitieron ir por haber hecho trampa! En el Perú todos los culpables son iguales, pero hay algunos culpables más iguales que otros. Es decir, si Mauricio Fiol no fuera quien es, el chico del club y de la clase media alta y señorial de Lima, el tratamiento de su caso hubiera sido bien, pero bien distinto. Y es precisamente ese tratamiento apañador que recibe de parte de familiares, amigos, colegas y periodistas, lo que le da fuerzas y lo alienta, desde una arrogancia insólita, a seguir proclamando una inocencia a todas luces inverosímil.

Mauricio Fiol también es Silvana Buscaglia, la doña que, al ser intervenida por estacionarse en un lugar prohibido en el aeropuerto, insultó, agredió y embistió con su camionetón a un policía. Sentenciada como manda la ley, a seis años de prisión, fue defendida infatigablemente en las redes sociales por “amiguis” varias con el argumento de que era buena hija, dedicada profesora de tai chi y madre amantísima. En su primera entrevista a un diario, luego de haber sido indultada por el presidente de la República, dijo que no sabía qué había motivado al policía Quispe a tratarla como lo hizo pero que, en todo caso, ¡ommm!, ya lo había perdonado (¿?). Mauricio Fiol también es Edú Saettone, conductor de exitosos programas musicales de radio y televisión que, producto de la excesiva velocidad a la que conducía (90 k/h), atropelló y causó la muerte a una mujer que esperaba su micro en el paradero.

Condenado por el Poder Judicial a cuatro años de prisión efectiva, hoy se encuentra prófugo de la Justicia mientras que en las redes sociales se alega que su familia siempre se ha caracterizado por ser “muy sensible respecto a los sentimientos y a la vida de los demás” y que él es solamente “un ciudadano a la espera de que se pruebe su inocencia”. No deja de sorprender cómo personas que se autodenominan progresistas y viven pregonando igualdad y justicia social, de pronto, se olvidan convenientemente de todo su rollo cuando el culpable es del gremio, de la clase social, de la familia o del grupo de backgammon. De pronto, estas personas involucionan hasta tiempos prevelasquistas: ¡No pudo ser él, pero si yo conozco a su madre, tan buena persona! ¡Pero si fulanito es incapaz, no hay pruebas! Ese comportamiento, que es como el pan nuestro de cada día, ha sido la real victoria de Fiol. Y la rotunda derrota de los demás. De todos nosotros.