LA VUELTA AL ORIGEN
COMER SANO EMPIEZA EN LA TIERRA.
ELEGIR ALIMENTOS CULTIVADOS A PEQUEÑA ESCALA, CON ATENCIÓN Y EN ARMONÍA CON LOS HUMANOS Y EL RESTO DE LA NATURALEZA, ES FORMAR PARTE DEL VERDADERO CICLO DE LA ALIMENTACIÓN SALUDABLE.
ESCRIBE: ALESSANDRA PINASCO GARCÍA MIRÓ, AUTORA DEL LIBRO ‘LA MARMITA ENCANTADA’ (GRIJALBO. LIMA, 2017)
VIVIR EN EL CAMPO ME HA PERMITIDO entender de otra manera el acto de comer. Cuando llevo a mis hijos a la escuela, en Ollantayambo, veo los ciclos de la agricultura desplegarse frente a mí, entre las montañas enormes, bajo el cielo vibrante de la Sierra. Veo el trabajo físico que implica, veo los tractores o los bueyes remover la tierra, y luego viene la siembra, el cuidado diario de la planta, la cosecha, el abono, volver a empezar.
Veo también distintas maneras de cultivar. En un campo al lado del pequeño camino inca que conduce al colegio se cultiva durante la temporada de lluvias el célebre maíz blanco del Valle Sagrado, pero con una sola premisa: que crezca lo más rápido posible. Inundan las plantas de pesticidas y agronutrientes sintéticos que nos hacen picar la nariz. En otras chacras cercanas, en cambio, la figura es otra: el maíz crece en tierra abonada con compost, a buen ritmo pero a su tiempo. Demora más que ese otro choclo en esteroides, pero es más dulce y tierno, y la tierra después de la cosecha queda saludable, lista para empezar otra vez.
«En otras chacras cercanas, en cambio, la figura es otra: el maíz crece en tierra abonada con compost, a buen ritmo pero a su tiempo. Demora más que ese otro choclo en esteroides, pero es más dulce y tierno, y la tierra después de la cosecha queda saludable, lista para empezar otra vez»
En la granja del hotel El Albergue, de la familia Randall Weeks, el proyecto es demostrar a la comunidad que otra forma es posible. Aquí se practica una verdadera agricultura orgánica. La palabra de marras no se refiere a los alimentos; todo alimento es orgánico, es decir, está hecho de los elementos que designan la vida en la Tierra, carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno. La agricultura orgánica se refiere al proceso: es una manera de ver la granja como un todo, como un organismo en el que cada parte está integrada al resto y cada proceso suma a los demás, en lugar de significar un desgaste para los recursos y la tierra (y la Tierra).
Los chanchos y las gallinas viven en jaulas itinerantes; una vez que han pasado suficiente tiempo en una parte de la chacra, y han removido la tierra, y la han abonado, se mueve la jaula.
Así, los deshechos de la cocina del hotel se van a la compostera. Otros alimentan a los chanchos, que viven en una jaula grande y móvil; una vez que han pasado suficiente tiempo en una parte de la chacra, y han removido la tierra, y la han abonado, se mueve la jaula, y disfrutan y remueven y fertilizan otra parte. Lo mismo con las gallinas. El césped frente a la escuela multigrado que funciona dentro de la granja no es cortado por máquinas ruidosas y apestosas, sino por ovejas. Las ventajas son varias: no hacen bulla, fertilizan la tierra y los alumnitos las adoran. Cerca está la jaula de los patos, con una pocita de agua desviada de la acequia.
Cerca, en Rumira, está el fundo Orccococha, una granjita biodinámica que Dusan Luksic maneja prácticamente solo. Dusan ordeña dos veces al día a su vaca, con la que produce una mantequilla amarilla como el sol, crema de leche espesa casi sólida, un yogurt de estilo griego sedoso, contundente y de sabor perfecto. Me vende patos, gansos, huevos de pato, trigo sarraceno, centeno, alcachofas cuando hay.
Ver de cerca emprendimientos como estos me permitió tener claro que las críticas al consumo de animales desde un punto de vista ecológico no aplican a entornos como este. Aquí cada animal come y bebe lo que hay, y contribuye al cultivo de vegetales, a diferencia de lo que ocurre con la agricultura extensiva y con las fábricas de carne que son las granjas industriales. Definitivamente, si un animal es alimentado con lo que llaman ‘alimento balanceado’, hecho de harina de pescado, soya o maíz cultivados de manera extensiva, que requiere de una enorme cantidad de agua y tierra, comer carne no tiene mucho sentido. En una granja orgánica, en cambio, el animal es parte de lo que hace funcionar a todo lo demás.
En el fundo Orccococha, Dusan Luksic ordeña él mismo a sus vacas, con lo que produce mantequilla, crema de leche, yogurt y otros.
Otro factor que los ecologistas vegetarianos -o veganos- señalan como impráctico desde un punto de vista ecológico es la cantidad de animales que se requiere para alimentar a una familia. Pero esto se debe a que como sociedad nos hemos acostumbrado a comer solo partes del animal; las más suaves o sencillas o rápidas de cocinar. Al visitar cada día a los animales que luego serán nuestra comida hemos aprendido a valorar su vida de otra manera. Así, cuando llega el momento de sacrificarlos, aprovechamos todo lo que se pueda y lo convertimos en alimento. Hacemos paté con el hígado, queso de chancho con la cabeza, salteamos los sesos en salvia, hacemos un guiso con el corazón, usamos los huesos para hacer un fondo. Así, un animal alimenta a más personas durante más tiempo, y esto reduce la cantidad de animales que comemos.
Pero el esfuerzo que hace una planta en crecer, y el trabajo de quienes las cultivan y cuidan y cosechan, tampoco debe ser menospreciado. Hay tanto que entra en una planta: una tierra bien nutrida, agua, conocimiento, tiempo, el enorme desgaste físico de los agricultores. Por esto aprovecho cada parte comestible de un vegetal: los tallos de los ajos y las cebollas, las hojas de las zanahorias y las beterragas, las cáscaras de las manzanas, la piel de los limones y las naranjas. Cada alimento ha recorrido un largo camino para llegar a nuestra alacena. Es nuestro deber honrarlo.
«Aprovecho cada parte comestible de un vegetal: los tallos de los ajos y las cebollas, las hojas de las zanahorias y las beterragas, las cáscaras de las manzanas, la piel de los limones y las naranjas. Cada alimento ha recorrido un largo camino para llegar a nuestra alacena. Es nuestro deber honrarlo»
Cuando era niña acompañaba a mi abuelo al mercado de Chaclacayo, y a veces, para compras específicas, al de Chosica. En los mercados de estos dos pueblos en la ceja de Sierra de Lima mi Nonno se armaba de insumos para sus enormes almuerzos. Cuando uno hace compras en el mercado la experiencia es totalmente otra que en un supermercado. Es preciso entablar una relación, casi una amistad, con los proveedores que tienen los mejores ingredientes; así te guardan lo más preciado de su inventario, conocen tus gustos y tus necesidades, y convierten una prosaica lista de compras en una experiencia que te conecta con tu comunidad. En Lima iba cada sábado a la bioferia de Miraflores -evento social como pocos- en el que es lindísimo ver agricultores que trabajan duro por tener lo mejor y presentarlo con gracia, y cocineros como Henry Vera y Mariella Matos, cuyo puesto, lleno de flores y exquisita comida de mano, ya es una institución.
Pero cuando me mudé a Cusco, desde mi primera visita al mercado de Vinocanchón, en San Jerónimo, me regresó de golpe al corazón la sensación de estar con mi Nonno en el mercado de Chaclacayo: los olores, las caseras, incluso la borraja que ya en Lima casi ni se ve, ni siquiera en el célebre Mercado de Surquillo. Fue como volver a ser niña, solo que esta vez yo no estaba dentro de la canasta de paja sino llevándola al hombro, llenándola de verduras fragantes, manteca de cerdo, rosas medicinales, trenzas de ajo fresco. Luego conocí el mercado de Huancaro, en Cusco, donde los sábados productores de toda la región llevan sus productos. Rocotos pequeñitos y crocantes llamados piris, tomates hermosamente deformes y gigantes, aguaymantos como hojas de otoño, enormes limones verdes, flores del campo y montañitas de quinua forman una alfombra de colores, ahí sobre las mantas que las caseras ponen en el piso, delante de los puestos que les han dado y que ignoran. Huancaro es incómodo y polvoriento, es difícil arrastrar el carrito por el suelo de tierra y pedregal, pero vuelvo cada vez cargada de tesoros.
El mercado de Urubamba, en el Valle Sagrado, Cusco. A la feria de los miércoles y viernes llegan los productores de las comunidades cercanas, con choclos, duraznos, ciruelas, higos, melocotones y otros. Foto: Julia Bochanneck.
Desde que nos fuimos a vivir al Valle Sagrado mi mercado es el de Urubamba. Ahí hay ‘feria’ los miércoles y viernes; llegan productores de comunidades cercanas y venden choclos de dientes como perlas, duraznos carnosos, ciruelas amarillas, higos aplanados, pequeños melocotones que parecen de mazapán. El ritmo en un mercado en el Valle es más placentero; hay mucho movimiento pero más silencio. Una de las calles del pueblo tiene nombre y apellido, pero la llaman la Calle de los Pastos; ahí venden, sobre la pista misma, atados de forraje para los animales.
Por todo esto me es imposible adoptar alguna de las restricciones alimenticias que están tan de moda. Hay para escoger: la exclusión total de los lácteos, o del gluten, o del azúcar, o de la carne, o de la cocción. En todas, al alimento restringido se le atribuyen todos los males. Crecí en un hogar macrobiótico y me ha tomado muchos años liberarme de una visión que divide los alimentos entre buenos y malos, y que luego aprendí -en parte por experiencia propia- que puede ser la puerta de entrada a desórdenes alimenticios. Una relación maniquea con la comida ensombrece nuestra relación con nuestro cuerpo y con la vida. Ahora valoro todo fruto de la tierra, sea el trigo o la caña dulce o la cremosa leche de una vaca que pasta, y su carne dura y sabrosa una vez que muere, y he aprendido a cocinar testículos de cordero y a abrigar mi casa con su piel. También adoro los tomates y las berenjenas -también consideradas casi venenosas según la macrobiótica- y sé del poder terapéutico que tiene el aroma de un pastel de manzanas en el horno y que llena la casa de la promesa de un final dulce para el día.
«Ahora valoro todo fruto de la tierra, sea el trigo o la caña dulce o la cremosa leche de una vaca que pasta, y su carne dura y sabrosa una vez que muere, y he aprendido a cocinar testículos de cordero y a abrigar mi casa con su piel»
Mi progresiva apertura hacia la ciencia me ha permitido comprender que no tenemos mucho control sobre el futuro, y que el cuerpo humano es enormemente complejo. Por esto, no tienen mucha cabida en nuestra casa los aditivos artificiales -como preservantes, edulcorantes y saborizantes- pero sí todo lo que nos dé placer y nos reconecte con la alegría de estar vivos. La grasa, que siempre sentí que mi cuerpo necesitaba -soy de esas personas que le ponen un poco de pan a su mantequilla-, ha resultado según estudios de instituciones como el MIT ser imprescindible para la salud de todos nuestros órganos. Así, comprendí que el mejor régimen es aquel en el que escuchamos a nuestro cuerpo y le damos lo que nos pide. Hay, claro está, personas con alergias, o con condiciones médicas específicas, y por supuesto deben evitar lo que no les hace bien. Pero para la gran mayoría de personas, un poco de cada cosa es lo mejor. Todo alimento es un súper alimento.
Lo que sí es importante para mí es buscar el carácter de cada insumo, y que sea lo menos industrial posible, en busca del sabor y la salud. Esto, claro, implica un esfuerzo adicional; hay que buscar al granjero o la delicatessen que tiene esa mantequilla, o ese pollo, que tanto te ha gustado, y que después, en comparación, ha hecho palidecer a los que vienen de fábricas. Y puede que cueste más. Pero invertir en los alimentos es invertir en lo más importante. En nuestra salud, en nuestra energía, en nuestro gozo. He visto hombres cansados de la vida y de sí mismos con una nueva luz en los ojos durante un almuerzo en mi casa. He visto a niños malhumorados recuperar la cordura al primer bocado del lonche. Me he visto a mí misma cambiar de frecuencia al poner en la mesa una sartén de fierro fundido llena de comida fragante y dorada. Por todo esto vale el esfuerzo hacer las compras en los lugares que tienen lo más fresco y estacional, lo que ha crecido cuando le toca; buscar esa tiendita de embutidos artesanales, esa casera que tiene huevos de corral, esa que ofrece caigüitas que parecen zapatillas de Aladino y pepinillos en forma de U.
“Bum con bum fa bum”, decía sobre la importancia de usar ingredientes de calidad uno de mis bisabuelos, en un onomatopéyico dialecto italiano. Lo bueno con lo bueno sale bueno■
‘La Marmita Encantada’, libro de Alessandra Pinasco García Miró, publicado por Grijalbo (Lima, 2017). El texto que aquí publicamos pertenece a este libro.