Berlín 1936, el partido del siglo


BERLÍN 1936, PERÚ-AUSTRIA, EL PARTIDO DEL SIGLO

CRÓNICA DE UNO DE LOS MAESTROS DEL PERIODISMO SOBRE LA ACCIDENTADA PARTICIPACIÓN DEL EQUIPO PERUANO DE FÚTBOL EN LAS OLIMPIADAS DE BERLÍN 1936
ESCRIBE: GUILLERMO THORNDIKE

«¡A romper gringo!», vociferó Alejandro Villanueva. «Quieren jugar sucio, así que a enseñarles, muchachos». Lavalle, igualito que en las haciendas. «No necesitas, Arturo, que te enseñen a azotar con el brazo muerto». «A ver, Jordán, cuándo descarrilas a esa bestia que corre por la derecha». «Te llevas, Lolo, a la defensa y que Campolo intente los goles».

«¿Por qué cabrean? Jueguen en primera». Eso decían en el camerino. Pero siempre hablaban cuando perdías un partido. «Quieren jugar sentados en la banca. Huevadas. Villanueva dice que a cabrear, a marearlos; Adelfo, nadie va a ganar por nosotros; a romper gringo».

La verdad, el camerino parecía un funeral. Todos impartían instrucciones, criticaban. Alejandro, el Mago, Lolo, Morales, Arturo, los veteranos intercambiaban miradas, los dejaban hablar. Ahora conferenciaban en la cancha. Lo harían a su manera. Y cobrarían diente por diente.

«En el segundo tiempo sacó Perú. Imponían su ritmo rodando la pelota hacia la media y cautelosamente hacia adelante, a los pies de Campolo. Ni Wahlmuller ni Hoffmeister lo pueden parar, así que Kargl lo derriba de un puntapié al estómago»

En el segundo tiempo sacó Perú. Imponían su ritmo rodando la pelota hacia la media y cautelosamente hacia adelante, a los pies de Campolo. Ni Wahlmuller ni Hoffmeister lo pueden parar, así que Kargl lo derriba de un puntapié al estómago. «Lo privaste, gringo, hijo de puta. Ya verás». Magallanes y Villanueva auxilian a Campolo, que jadea por volver a la vida. «¿Ahora sí cobrarás foul, señor árbitro?». Al borde del área. Campolo se incorpora tambaleante. Disponen un tiro libre. ¿Quién? Lolo Fernández… ¡Pom! Pero Kainberger lo adivina, opone sus puños y el cañonazo rebota casi hasta la mitad de la cancha.

—¡Juaaan! ¡Cuidado con ese gringo!

Valdivieso asiente.

—¡Cabeza de Gato! —llamó a Lavalle—. ¡Compadre, sácame el wing!

—¡Bomba! ¡Oye, Jordán, déjalo correr!

Adolf Laudon, interior derecho, nunca ha oído hablar de la tijera ni de la carretilla doble. Tampoco sospecha que le van a cobrar ya mismo todos lo fouls sufridos por el equipo peruano. Posiblemente menosprecia a Víctor Lavalle: ni es el blanco, ni conquistará el mundo, ni cree en Adolfo Hitler. Aunque apenas alcanza el hombro del fornido Laudon, Lavalle no le tiene miedo. Ha desarrollado su propio estilo para operar a jugadores violentos. Lavalle se dobla de tal forma que si no agarra un pie, coge el otro sin remedio.

—¡Déjalo correr, Jordán!

«Ahora faulea, gringo. Ahora haz trampa». Jordán lo escolta nomás, arreándolo hacia la emboscada. Laudon llega a toda carrera. Patea casi desde el córner. El planchazo lo sacudió hasta la médula. Los ojos en blanco, dio una voltereta, estrepitosamente rodó unos diez metros. Quedó desecho a los pies de la tribuna.

—¡Compadre! —vocifera Lavalle a Valdivieso—. ¡Hasta el wing!

Tampoco Alejandro Villanueva perdona. «Está bien primo, la mejor manera de cobrar deudas es eliminándolos de la olimpiada». Se juega para hacer goles pero ese puntapié al estómago de Campolo no se olvida. Sirven un córner y al caer, crac, el defensa Kargl va cojeando a quejarse al árbitro. Pero nadie ha visto, el juego continúa. A Laudon se lo llevan en camilla, Austria queda con diez hombres y, sin embargo, ataca furiosamente. De pronto vuelto el Mago, Valdivieso vuela al encuentro de una pelota que parece gol. Se levanta, apenas mira, entrega a Titina Castillo, a quien acosan. La bola encuentra a Lavalle y después a Tovar. Y más allá, Campolo. Arde todavía el chuzazo en el vientre. Es alto y derecho, fuerte, muy ágil. Escapa por la derecha y patea por la esquina. El pelotazo remece el travesaño. Por poco es gol. Acometidos por toda la delantera peruana, los austriacos se atontan. De tal entrevero reaparece la pelota con mansedumbre. Campolo ha corrido a buscarla y remata. ¡Es gol!

—¡Gol, carajo, gol, gol! —faltan quince minutos para que termine el partido y Perú pierde 1 a 2.

«No hay tiempo. Austriacos y peruanos juegan exhalados, bruscamente. El árbitro Christiansen permite todo. Rueda Tovar. Cae Morales. Poco a poco los peruanos mandan. Magallanes se ha desatado. También Villanueva asombra»

No hay tiempo. Austriacos y peruanos juegan exhalados, bruscamente. El árbitro Christiansen permite todo. Rueda Tovar. Cae Morales. Poco a poco los peruanos mandan. Magallanes se ha desatado. También Villanueva asombra. La defensa austriaca se tuerce, jadea embrollada. Faltan once minutos y Morales casi. Faltan diez minutos y Lolo embiste por la izquierda, Kunz y Kargl se le tiran encima. No es penal, dice el árbitro; no fue nada, que siga el juego. Faltan nueve minutos y otra vez Lolo. Recoge la pelota del campo peruano. Disloca a Wahlmuller, se hurta de Krenn. Pero como una jauría de austriacos lo persiguen, ¿pateará al arco? Kainberger lo ha visto jugar, espera el furibundo pelotazo. Lolo pasa a Villanueva. ¡Pom! Kainberger descubre que es gol al escuchar el grito de las tribunas. ¡Empatamos!

Faltaban, hermano, nueve minutos y les volteamos la tortilla. Centenares de sudamericanos saltan la valla e invaden la cancha para abrazar a los jugadores peruanos. Algunos lloran. Interrumpido el encuentro, los peruanos dan una vuelta al estadio mientras las tribunas, en las que no hay sitio para uno más, los premian con una ovación.

—¡Afuera, despejen! —vocifera el árbitro en alemán. Villanueva se le acerca, parece colaborar pero va diciendo «Gringo concha de tu madre, vendido de mierda». El árbitro no entiende, sonríe—: Gracias, gracias.

Pero el árbitro no ha terminado. Faltan ocho, siete, seis minutos. Alguien tiene que romper el empate. Cinco, cuatro, tres minutos. Van y vienen los ataques. Austria avanza, quiere arrollar a sus contrarios. Un minuto. Austria tiene que ganar. El árbitro cobra un penal.

—¿Penal de qué, ’juna gran puta? —casi solloza de rabia Víctor Lavalle.

«Mago, ahora todo depende de ti. Lo mismo que en Chile, cuando tapaste seis penales. No puede ser, Juan, que por una cochinada del árbitro vayamos a perder». Pateará Steinmetz. La bola a doce pasos: es casi un crimen. Valdivieso apenas se encoge. Más adentro, todo su ser se contrae como un resorte aplastado. Será preciso moverse al mismo tiempo que la bola. Partir a su encuentro en el instante del puntapié. Adivinar su destino en los ojos de Steinmetz. Encuentra la mirada azul que a su vez lo mide. ¡Ya! El disparo va hacia la esquina izquierda, a interceptarlo vuela Valdivieso. Manotea. Steinmetz ha fallado el penal por cinco centímetros.

Nadie quiso volver al camerino. ¿Para qué? Dirán qué bien, qué mal, que acaso pudo ser mejor. Los austriacos fueron a descansar, a que los reanimaran con oxígeno. Jugarían dos tiempos suplementarios de quince minutos cada uno. Los del Perú caminaban en círculos, impacientes por terminar, ahora sí que seguros de que ganarían el partido.

Si es verano, tarda la noche en Berlín. Delegados de Austria y Perú discutían al borde de la cancha. Mutuas recriminaciones de juego brusco eran escuchadas por las autoridades olímpicas. Austria se quejaba del foul a Laudon. Pero, ¿quién empezó? ¿Y el continuo cargamontón a Lolo Fernández? ¿Y el puntapié a Campolo? A las siete y diecinueve el árbitro Christiansen llamó a los equipos. Por Austria volvía a jugar Laudon.

«Delegados de Austria y Perú discutían al borde de la cancha. Mutuas recriminaciones de juego brusco eran escuchadas por las autoridades olímpicas. Austria se quejaba del foul a Laudon. Pero, ¿quién empezó? ¿Y el continuo cargamontón a Lolo Fernández?»

Pero Austria tenía que ganar. A los seis minutos: gol de Magallanes. Anulado. ¿Por qué? Off side. Gol de Campolo. Anulado. Otra vez off side. Gol de Alejandro Villanueva. Anulado. Por tercera vez off side. «No se amarguen, tranquilos». Villanueva pide calma: «¿No ven que los austriacos están dominados, que ya vencimos, que se viene un gol y otro, que no los pueden anular todos, que hasta el chanchullo tiene una medida?». Los austriacos se apiñan a la defensiva en el segundo tiempo suplementario. Se diría que ahora prefieren resistir, no intentar un gol. Lo que fue un equipo se convierte en una horda de desesperados repeliendo como sea las incursiones del adversario. Faltan siete, seis minutos. Perú necesita un gol, ahora que es dueño del estadio.

Jordán encendió el ataque con un pase largo a Morales. Ondulaba Chicha como un equilibrista por el filo de la cancha. No importan Krenn, Wahlmuller, Kunz. Los va dejando patiabiertos en su loca carrera hacia el córner. De ahí centró justo hacia Villanueva. Una pierna larguísima se alzó: parecía capturar la bola con dedos, no con chimpunes. Pelota y pie bajaron a la misma velocidad. Tomó una fracción de segundo. Después fulminó a Kainberger.

Eran casi las dos de la tarde en Lima. La multitud que rehusaba almorzar estalló en gritos de júbilo: 3 a 2, por fin. El árbitro Christiansen no podía anular la victoria.

—¡Lleva! —mascó Villanueva. Nunca había deseado tan ardientemente meter un gol. Jamás pateó con tanta deliberada violencia. Ya ganábamos pero seguían atacando, muchachos. A desmoronar a pelotazos las ruinas de Austria.

«Faltan cuatro minutos, tres minutos. Perú ataca sin pausa como si la ventaja de un gol no fuera suficiente. Los sofocados austriacos no podían contener aquella ofensiva incesante, sobrehumana. Dos horas tardaba la contienda»

Faltan cuatro minutos, tres minutos. Perú ataca sin pausa como si la ventaja de un gol no fuera suficiente. Los sofocados austriacos no podían contener aquella ofensiva incesante, sobrehumana. Dos horas tardaba la contienda. Los hombres superiores, la gran raza que debía dominar el mundo, daban lástima, así, apiñados en su área, despejando hacia ningún lado. Lolo Fernández no se acuerda de quién recibió la pelota pero está próximo a la valla cuando lo derriban entre tres austriacos. Pito. Christiansen no cobrará penal aunque sobren razones.

—Ay, ay, ay —Lolo se retorcía, exagerando para impresionar a los jueces.

—Primo —Villanueva habla en su oído mientras simula atenderlo—, descansa un rato. Faltan dos minutos.

Christiansen dice que arriba, que no le hagan teatro. Lolo se incorpora, como aturdido, y Villanueva acomoda la pelota. Escupe en el centro y la acaricia como a un animal.

—¡Primo, con toda tu alma!

Lolo asintió. «¡Cojones, qué barrera más extensa!».

Diez jugadores cerraban el arco. Eso no es lícito. Iba a protestar cuando sonó el silbato. «Dios mío, dame fuerzas para meterla como sea». Embistió la pelota, nada más que cinco pasos. Al fin hincó la zurda en el pasto, envió la derecha a demoler la bola. ¡Pom! Zumbó como un proyectil que se curvaba por alto y a la izquierda hasta entrar al gol.

—¡Uuuuuuuuuuuu! —volvió a asombrarse el estadio.

¡Cuarto gol! ¡Y otros tres anulados a la mala!

Lolo baja la cabeza, sonríe. Otros corren a abrazarlo. Allá, en el arco de Kainberger, los austriacos se pelean.

Anochecía cuando Christiansen sopló el pito, recogió la pelota y salió hoscamente. Había ganado el Perú con cuatro goles contra dos, por lo menos. En las tribunas del Hertha, los peruanos cantaban el Himno Nacional. ■

‘BIEN JUGADO. Las patadas de una ilusión’ (Ed. Aguilar, 2011). Antología de crónicas, relatos y artículos sobre el deporte rey realizada por el poeta y estudioso Jorge Eslava.
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